Lecciones inversoras de la evolución natural

Durante los últimos nueve años los inversores bursátiles se han tornado adictos a las rentabilidades positivas. Los primeros días flirteando con la adicción fueron fáciles, con los beneficios empresariales subiendo y los bancos centrales subvencionando el chute. En 2015 la tendencia comenzó a revertirse, y desde entonces los inversores se han aferrado a una sucesión de narrativas para continuar negando la adicción. Al igual que un yonqui, la dosis – el riesgo en este caso – tiene que aumentar para obtener el mismo nivel de satisfacción. Y después de experimentar el síndrome de abstinencia al dejarlo de golpe – ya sea China, Brexit, Trump o el referéndum italiano – han retomado el hábito con más fruición.

Hay buenas razones para ser optimista sobre las acciones en el largo plazo. Después de todo, las empresas cotizadas son la mejor creación de la humanidad para generar valor económico a gran escala; debido principalmente a que, en agudo contraste con las instituciones públicas, las empresas están sujetas a las brutales leyes de la evolución natural.

Igual que los organismos vivos necesitan capturar suficiente energía para alimentarse y reproducirse a sí mismos, las empresas tienen que generar un retorno positivo sobre el capital para sobrevivir bajo la fuerte competencia del mercado. La constante presión evolutiva hace que solamente organismos y empresas exitosas prevalezcan – de ahí la importancia de la diversificación.

Siguiendo con la analogía, estar permanente bajista sobre la renta variable es como esperar la completa extinción de la vida, una proposición perdedora en el largo plazo, dado que la iniciativa empresarial, al igual que la vida, siempre encuentra un camino de vuelta. Sin embargo, apostar por la evolución natural no es lo mismo que estar alcista en cada período evolutivo. La evolución es un proceso no lineal marcado por eventos de extinción masiva.

Cuanto menor sea el grado de biodiversidad (el equivalente biológico de la complacencia inversora) en dicho momento, más tiempo se necesita para que la vida en la Tierra florezca de nuevo. Del mismo modo, los mercados pueden necesitar muchos años para recuperarse de un crash de la bolsa, algo que muchos inversores nunca han experimentado, o parecen haber olvidado. Quienes invirtieron en el S&P 500 allá por el año 2000, tuvieron que esperar ocho años para ver al índice recuperar su valor inicial, aunque sólo por un par de meses, ya que la crisis financiera golpeó, y fueron necesarios otros seis años para volver a empatar.

Si – escalas temporales aparte – tratar de prever crisis bursátiles puede resultar tan difícil como anticipar giros evolutivos, uno puede al menos tratar de apostar por aquellas especies y empresas que estén mejor equipadas para sobrevivir a un choque. Para identificarlas, ayuda entender que hay límites a la evolución natural, así como a la rentabilidad corporativa. Igual que la gravedad constriñe a los animales a seguir la ley del cuadrado-cubo, requiriendo que huesos y músculos sean proporcionalmente mayores que los de animales más pequeños, las tasas de interés y los beneficios pesan sobre las cotizaciones bursátiles. Si los animales, o los precios de las acciones, crecen más allá de sus fundamentos, tarde o temprano se derrumban bajo su propio peso. Si usted está entre los que piensan que las valoraciones bursátiles se han agrandado en demasía, al igual que los dinosaurios, le recomendaríamos invertir en acciones defensivas que, al igual que las cucarachas o las medusas, puedan sobrevivir muchos períodos evolutivos diferentes.

 

Fernando de Frutos, Director de Asesoría y Gestión en MWM

 

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