La inesperada subida de los mercados tras las elecciones americanas se ha atribuido a un súbito despertar de los «instintos animales», en anticipación a las políticas de la nueva administración, a saber: desregulación, recortes de impuestos y gasto en infraestructuras.
El término está estrechamente relacionado con el concepto Nietzscheano de «voluntad de poder», e igualmente está sujeto a interpretación. Un uso ingenuo del mismo tiene connotaciones de optimismo vital, confianza en uno mismo y espíritu empresarial, pero un cínico puede ver en él un práctico eufemismo para ocultar la avaricia, la asunción imprudente de riesgos y el abuso de poder. A juzgar por selección de los miembros de la nueva administración, y cómo la América corporativa está salivando en anticipación de las prometidas “golosinas”, tiendo a inclinarme hacia esta última acepción.
Goldman Sachs es el epítome de este comportamiento gorrón. La acción ha subido más del 30% desde las elecciones en previsión de una desregulación masiva del sector financiero. Una iniciativa casualmente liderada por Gary Cohn, ex presidente de Goldman convertido en asesor económico jefe de la Casa Blanca. Es oportuno recordar que fueron los instintos animales desatados por la derogación de la ley Glass-Steagall quienes crearon la crisis “subprime”, que llevó al el rescate de AIG, el más grande de la historia financiera, y que indirectamente lanzó un salvavidas a Goldman. Y para que la historia sea capicúa, Hank Paulson, el secretario del Tesoro que aprobó el rescate, acababa de asumir el puesto tras servir como consejero delegado de Goldman.
La regulación es en la mayoría de los casos una consecuencia de la ley de los rendimientos decrecientes y no su causa. Es un axioma ampliamente aceptado en economía que en mercados con competencia perfecta los accionistas deberían ser meramente recompensados por el costo del capital. En el mundo real sin embargo, las empresas son capaces de extraer un beneficio por una serie de medios. Una forma habitual es dictando precios, a veces legítimamente (vía patentes o marcas registradas), otras ilegalmente, coludiendo creando monopolios; de ahí la necesidad de regular la competencia. En otras ocasiones, las corporaciones extraen una renta evitando pagar por ciertos costos que imponen a terceros, lo que en economía se conoce como una «externalidad». La contaminación del medio ambiente y la garantía gubernamental implícita a bancos «demasiado grandes para quebrar» son buenos ejemplos de ello; creando la necesidad de regulación ambiental y bancaria.
Como ciudadanos, todos deberíamos saludar la competencia, el fin de los rescates con fondos públicos, o que las empresas paguen por lo que contaminan. Sin embargo, es fácil ser atraídos por la promesa de beneficios a corto plazo, a expensas de pasar la carga a las generaciones futuras.
Se puede decir lo mismo acerca del déficit fiscal, un resultado más que probable de la reducción de impuestos y la inversión en infraestructuras. Ambos bendecidos por corporaciones y altos patrimonios por igual, pero que indefectiblemente aumentan la deuda soportada por las generaciones más jóvenes. Para dar una perspectiva de la magnitud, la deuda bruta federal de los Estados Unidos asciende a 23,3 billones de dólares, que se traduce en $196,000 por hogar, lo cual es casi el precio medio de la vivienda en los Estados Unidos; literalmente, una pesada hipoteca.
El presidente Trump ha demostrado ser popular entre los inversores evocando recuerdos de los años 80, una época de yuppies y tiburones financieros, cuando comenzó la madre de todos los mercados alcistas, y cuando el propio Trump alcanzó la fama tras erigir su homónima torre en Manhattan. Sólo la historia nos dirá dónde se situarán sus índices de aprobación entre las generaciones futuras.
Fernando de Frutos, Director de Asesoría y Gestión en MWM
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